Autor: Federico Barreto
Tacna y Arica –lo mismo que Alsacia y Lorena– han sido
teatro durante su largo cautiverio de episodios interesantísimos que han hecho
proverbial en todas partes el patriotismo inextinguible de los hijos de
aquellas provincias. Desgraciadamente, en el Perú no ha habido un escritor que
–a semejanza de Alfonso Daudet en Francia– haya eternizado esos sucesos en el
libro, para ejemplo de las generaciones venideras y también para honra y gloria
del país.
Yo,
que he nacido en Tacna y que he pasado allí mi niñez y parte de mi juventud, he
sido testigo presencial de esos episodios que recuerdo siempre con orgullo. Un
compañero de labores periodísticas me pide que narre alguna de estas anécdotas,
y accedo a la demanda, a sabiendas de que mi relato no producirá en el ánimo de
las personas que lo lean la honda impresión que sacudió mi espíritu cuando vi
desarrollarse ante mis ojos la inesperada y conmovedora escena que voy a
referir.
Ocurrió
el caso en 1901. Era por entonces Intendente accidental de Tacna el general don
Salvador Vergara, hombre impresionable y receloso que, durante su breve
administración mantuvo siempre sobre las armas, lista para cualquier evento, a
la guarnición militar que se hallaba a sus órdenes, como si esperara que un
enemigo invisible atacara la plaza de un momento a otro.
Una
institución tacneña muy antigua y muy prestigiosa, la Sociedad de Auxilios
Mutuos “El Porvenir”, quiso un día hacer bendecir en la iglesia parroquial un
magnífico estandarte de seda, bordado con oro; pero, como en aquellos días
habían prohibido las autoridades chilenas exhibir banderas peruanas en la
ciudad, fue menester enviar una comisión de socios a la intendencia a recabar
el permiso correspondiente. La negativa del general Vergara fue rotunda.
–
No quiero banderas en las calles –dijo–. Provocan manifestaciones patrióticas,
y esas manifestaciones dan origen a contramanifestaciones que ponen en peligro
el orden público.
Y
no hubo medio de hacerle variar la resolución.
Días
después, ya en vísperas del 28 de julio, la Sociedad “El Porvenir”, que deseaba
celebrar de alguna manera el Día de la Patria, volvió a solicitar el permiso
deseado, y el Intendente volvió a denegarlo.
–
Lleven el estandarte a la iglesia en una caja –dijo– y en la misma forma
vuelvan con él al local de la Sociedad. Así nos ahorraremos un conflicto.
Insistió
la comisión, alegando que en Tacna todas las colectividades extranjeras,
incluso la china enarbolaban su bandera cuando les placía y que no era justo
que, sólo los peruanos, que estaban en suelo propio, se viesen privados de esta
libertad.
Una
idea extraña, sabe Dios de qué alcances posteriores, debió cruzar en ese
momento por el cerebro del general Vergara, pues, cambiando repentinamente de
tono, dijo:
–
Tienen ustedes el permiso que solicitan; pero con la condición de que me
garanticen, bajo responsabilidad personal, que al conducir la bandera por las
calles, el pueblo peruano no hará manifestación alguna de carácter patriótico.
Exijo, desde luego, de un modo concreto, que no haya aclamaciones, ni vivas, ni
el más leve grito que signifique, ni remotamente, una provocación para el
elemento chileno.
Los
miembros de la comisión se miraron un tanto desconcertados, estimando, sin
duda, demasiado aventurado el compromiso que se les imponía; pero, resueltos a
todo, lo aceptaron, poniendo así, en grave riesgo su responsabilidad.
–
Está bien, señor intendente –dijo uno de ellos hablando por todos–. No se oirá
un solo grito en las calles durante la procesión del estandarte.
Al
día siguiente los diarios peruanos, a la vez que daban a conocer al público el
grave compromiso contraído por la comisión, recomendaban eficazmente a los
hijos del lugar que el día de la fiesta honraran con su actitud la palabra
empeñada al mandatario de la provincia.
Los
aprestos para la gran ceremonia, que debía realizarse una semana después, en el
Día de la Patria, comenzaron desde luego con toda actividad en medio de la más
intensa expectación pública.
La
institución encargada de organizar el programa –conocedora del carácter altivo
y rebelde de la gente de Tacna– abrigaba el íntimo temor de que la fiesta
acabara en tragedia. Un viva al Perú, contestado con un viva a Chile, podía
convertir las calles de la ciudad en un campo de batalla. En medio de esta
incertidumbre, llegó, por fin el 28 de julio.
En
las primeras horas de la mañana, más de ochocientos miembros de la Sociedad “El
Porvenir” condujeron a la iglesia de San Ramón –la principal de Tacna– el
estandarte que habría de bendecirse. Esta traslación se realizó,
intencionalmente, por calles poco concurridas, a fin de evitar, en lo posible,
que la hermosa bandera fuese conocida por el vecindario antes de la ceremonia.
Comenzó
ésta a las diez con el concurso de casi la totalidad de la población peruana.
Las
tres naves del templo estaban materialmente repletas de gente. Afuera, en el
atrio y en las calles adyacentes, una multitud incontable aguardaba, impaciente
el fin de la fiesta religiosa para escoltar la bandera del cautiverio.
En
el altar mayor oficiaba, auxiliado por dos diáconos, el cura vicario de la
parroquia, doctor Alejandro Manrique –antecesor del célebre cura Andía– que
poco después sacrificó su vida en servicio de la Patria.
Bendíjose
el estandarte; cantóse un Tedéum solemne, y en seguida el vicario subió al
púlpito y habló a la enorme concurrencia, exhortándola a mantener siempre
latente en el alma el amor a Dios y a la Patria; a soportar con entereza las
amarguras del cautiverio y a confiar sin desmayo en las reparaciones
justicieras del porvenir.
Esta
oración, intitulada “La Cruz y la Bandera”, conmovió intensamente al auditorio.
Terminada
la ceremonia, la concurrencia comenzó a abandonar el templo y a engrosar el
inmenso gentío que se agitaba, imponente, en los alrededores.
Al
último, cuando ya no quedaba nadie en el interior de la iglesia, apareció en la
puerta, sostenida en alto, hermosa y resplandeciente como nunca, la bandera
blanca y roja del Perú…
Y
entonces, en aquel instante solemne, ocurrió allí, en la calle llena de sol y
apretada de hombres, mujeres y niños, de toda condición social, algo inesperado
y grandioso; algo que no olvidaré nunca; algo que me hizo experimentar una de
las emociones más hondas de mi vida.
Apareció
el estandarte en la puerta del templo, y las diez mil personas congregadas en
el atrio y en las calles inmediatas se agitaron un momento y luego, sin previo
acuerdo, como impulsadas por una sola e irresistible voluntad, cayeron, a la
vez, de rodillas extendiendo los brazos hacia la enseña bendita de la Patria.
No
se oyó una exclamación, ni una sola exclamación, ni el grito más
insignificante. Sellados todos los labios por un compromiso de honor,
permanecieron mudos. Y en medio de aquel silencio extraño y enorme que infundía
asombro y causaba admiración, la bandera, levantada muy arriba, muy arriba, avanzó
lentamente por en medio de aquel océano de cabezas descubiertas.
Y
pasó la bandera y detrás de ella, como enorme escolta, avanzó el pueblo entero,
y aquella procesión sin músicas ni aclamaciones– siempre en silencio, siempre
majestuosa– recorrió, imponiendo respeto, y casi miedo, los jirones más
céntricos de la ciudad cautiva.
En
una bocacalle, un antiguo soldado del Campo de la Alianza, un hombre del pueblo
invalidado por un casco de metralla, se abrió paso, como pudo, por entre la
compacta muchedumbre, y aproximándose al estandarte, besó con unción religiosa
los flecos de oro de la enseña gloriosa. Y un enjambre de niños imitó luego al
viejo soldado. Y ante aquel espectáculo, a la vez sencillo y sublime, hube de
apretar los ojos para contener las lágrimas.
Al
paso del cortejo –en el cual el gentío parecía transfigurado por el dolor y el
patriotismo– los transeúntes se descubrían pálidos de emoción, y hasta los
oficiales y soldados chilenos, visiblemente impresionados, levantaban
maquinalmente la mano a la altura de sus gorras prusianas en actitud de hacer
el saludo militar.
Hace
largos años que presencié este episodio. En el tiempo trascurrido hasta ahora,
sucesos de toda índole han impresionado fuertemente mi espíritu; pero ninguno
–lo repito– ha dejado huella más honda que éste en mi corazón.
Ahora,
al evocarlo después de tanto tiempo, pasan por mi memoria otras cien anécdotas
patrióticas ocurridas en nuestras provincias irredentas, y mi ánimo se conforta
y crece mi confianza en la salvación de esos pueblos, dignos mil veces de un
gran porvenir, y siento orgullo, grande y legítimo orgullo de haber nacido en
Tacna.
Tomado de:
http://goo.gl/eFfTVY
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