El majestuoso Tantarica, cerro con 2,900 metros de altura que – por su perfil – tiene cierto parecido al legendario Machu Picchu del Cusco.
Desde la loma más alta, al Oeste de Catán – caserío de la provincia de Contumazá – observamos al imponente y majestuoso Tantarica, cerro con 2,900 metros de altura que – por su perfil y la disposición de restos arqueológicos en su superficie – tiene cierto parecido al legendario Machu Picchu del Cusco.
Es el tercer pico más alto de los andes
cajamarquinos en los que el hombre peruano, desde tiempos inmemoriales, deja
testimonios de su grandeza.
Son las 8 y 30 de la mañana y, luego de 45 minutos
de haber partido de Catán, hallamos una pirca ciclópea atravesada en el camino.
Está conformada de piedras de diferentes tamaños y por rocas gigantes que
sobresalen del terreno accidentado. Mide, aproximadamente, entre tres a cuatro
metros de altura y 400 metros de largo y tiene puestos de vigilancia en puntos
estratégicos. Desde la cima del cerro próximo a Cholol, se descuelga como una
serpiente pétrea descomunal hasta un terreno rocoso perpendicular por donde ni
las cabras pueden pasar de un lado a otro.
Según el arqueólogo alemán Hans Horkheimer, el
pueblo de Tantarica (o Señorío de Cuismanco) construyó esa muralla para
defenderse de la invasión de otros pueblos.
Desde este punto, tras caminar veinte minutos,
llegamos al coloso Tantarica. Uno de los lugareños nos conduce hacia una roca
de regular tamaño con granulaciones de agua y, de cuya base, extrae tierra
húmeda. Increíble, ¿de dónde proviene esa humedad en aquel paraje seco?
“Por aquí pasa el canal subterráneo por donde el
príncipe Cuan trajo agua para estas tierras”, nos explica el guía Límber Jave
Ruiz, señalando una zanja cubierta de maleza que se dirige, en línea recta,
hacia la parte superior del cerro.
Observamos que las faldas del Tantarica son amplias,
casi planas y están salpicadas de viviendas semidestruidas, hechas de piedra y
barro. El terreno está cubierto por un bosque de árboles pequeños donde abundan
plantas parecidas a cactus enanos con espinas ponzoñosas que ni bien rozan la
piel se clavan en el cuerpo causando terribles dolores. Son las temibles
caracashuas, espinas celosas y hostiles que al menor descuido nos herían.
Cosa rara – como en ninguna loma aledaña – las
caracashuas cubren, prácticamente, al misterioso Tantarica. Parece que alguien,
adrede, las haya sembrado tratando de proteger nuestro valioso patrimonio
cultural el cual está abandonado y es destruido por el tiempo y los huaqueros,
sin que el Gobierno Central, el Instituto Nacional de Cultura ni la región de
Cajamarca, hagan algo para restaurarlo y ponerlo en valor en bien del
desarrollo de Catán y otros caseríos de la provincia de Contumazá que son
golpeados por la pobreza.
Silban los copetones, los pishgos y otros pajarillos
como alegrándose por nuestra presencia. El cielo está despejado, luce un azul
precioso y en él unas águilas -con vuelo lento y circular- nos observan con
curiosidad.
Avanzamos unos 500 metros y descubrimos otra
planicie, un poco menos ancha que la anterior. Desaparecen las ruinas y
aparecen pastores con sus rebaños de ovejas y chivos.
Prosigue el canal camuflado por la maleza que nos
conduce hasta el centro de aquella área donde existe un pozo amplio y seco.
“Aquí – dicen nuestros guías – se libró la batalla final entre los chuquimancos
y los cuismancos, cuentan que en aquel entonces este pozo estaba lleno de agua
y se tiñó con abundante sangre derramada en aquella lucha encarnizada”.
Esta área, parece, dividió las viviendas pequeñas de
la ancha base con las del cerro que son edificios impresionantes en ruinas.
Iniciamos el ascenso, propiamente dicho, pues la
montaña se vuelve empinada. A medida que subimos descubrimos enormes viviendas
de piedra con ventanas trapezoidales y varios compartimientos en cuyos
interiores – la mayoría derruidas y profanadas por manos extrañas – hay
empotrados.
Pero lo que más nos llamó la atención fue un túnel
(de 20 metros de largo, medio metro de ancho y tres metros de altura)
construido de piedra sobre una elevación de la margen derecha del cerro y que
solamente se le puede cruzar de costado, este detalle hace pensar que ese
pasillo sirvió a los antiguos pobladores como un lugar de castigo.
Asimismo nos asombró la “Casa Real”, ubicada en el
centro del Tantarica. Tiene un área, aproximada, de 600 metros cuadrados, una
de sus paredes -que sobrepasa los siete metros de altura- presenta cuatro ventanas trapezoidales y unas
protuberancias transversales semejantes a jardines colgantes. Sus amplias divisiones
y el piso han sido destruidos por los huaqueros.
En ese palacio – según la leyenda– vivió un poderoso
cacique que tenía una hija llamada Tantarica, cuya hermosura cautivó el corazón
del joven cacique Cuan del reino Chuquimanco, quien pidió la mano de la
encantadora ñusta y el padre de la doncella –luego de haberse negado- aceptó,
pero con la condición de que el noble enamorado provea de agua aquel lugar
árido.
Ante este requerimiento, Cuan, locamente enamorado
trabajó noche y día apoyado por su ayllu. En poco tiempo, construyó un túnel
subterráneo y llevó agua del pozo Cuan - distante a veinte leguas de aquel
lugar- hasta el reino de su bella amada.
Pero el cacique, padre de la princesa, se negó a
cumplir su palabra, pese a que el agua traída había formado un manantial en la
falda del cerro Tantarica.
Cuan se llenó de dolor e indignación y, de la noche
a la mañana, hizo desaparecer el líquido elemento entre la cordillera
contumacina.
Se afirma que el agua del manantial de Santa Clara
-que abastece de agua a la ciudad de Tembladera- proviene del canal subterráneo
construido por el decepcionado príncipe Cuan.
Seguimos escalando y sobre la “Casa Real” divisamos
la plaza de la ciudadela preinca. Mide, calculamos, 80 metros de largo por 25
metros de ancho. Una pared de piedra recostada al cerro, que excede los ocho
metros de altura, cubre toda su extensión. Esta plaza amplia, indudablemente,
fue el centro de reunión de los Tantarios para celebrar sus festividades y
realizar competencias guerreras y deportivas.
Nos cuentan los amables cataneros que, en esa plaza,
por varios años su pueblo festejó el Día del Indio, fiesta que duraba tres
días.
Allí acudían gente de Contumazá y de otros pueblos del departamento de
Cajamarca, incluso – afirman – que asistían turistas para deleitarse con la corrida
de toros, de los concursos de bailes y cantos folklóricos, especialmente de
yaravíes y poesía.
Eventos que cobraban singular atracción por el
escenario mágico del otrora centro del reino de Cuismanco. Entonces se
escuchaba tonaditas, como esta:
Arriba en aquel cerrito/
está segando la minga/
donde cantan todititos/
y el patrón es un jeringa/.
Eran tres días de jolgorio y hermandad donde los
asistentes degustaban platos típicos, bailaban huaynos y bebían la espumante
chicha y el cañazo abrazador. Tantarica, entonces cobraba vida y los
descendientes de los cuismancos y chuquimancos parecían revivir su pasado
glorioso.
Esta costumbre cesó cuando el general Juan Velasco
Alvarado, cambió el Día del Indio por el Día del Campesino.
Estamos a escasos metros de la cumbre. De la plaza
nuestros acompañantes nos conducen con dirección Este (hacia la derecha) y nos
muestran las “Tres Bocas del Cerro”. Son cuadradas, empedradas y estimamos que
tienen metro y medio por lado.
Una está al Oeste, otra al Este y la tercera al Sur,
las separa un metro de distancia. Las tres han sido malogradas por saqueadores
de tesoros, quienes las han llenado de tierra y piedras.
El señor José Santos Díaz López, exgobernador de
Catán, nos contó que cuando él era niño observó a las “Tres Bocas del Cerro” y
éstas parecían no tener fondo, “veía a mis mayores arrojar flores y aseguraban
que éstas (las flores) salían en el puquial de Santa Clara, situado abajo en el
valle del Jequetepeque, a 500 metros sobre el nivel del mar”, aseguró.
También nos relató – don Santos – que la mayoría de
los hospitalarios habitantes de Catán temen y respetan al cerro Tantarica,
“porque de vez en cuando come gente. Niños y adultos regresan al pueblo votando
sangre por la boca, luego de haber hurgado por aquella ciudadela antigua”. Y
que de las entrañas de aquella misteriosa montaña muchas personas han extraído
preciosos huacos, un monolito, chaquiras, valiosos objetos de oro y plata,
entre ellos un perol descomunal de oro macizo.
Proseguimos nuestro ascenso y, en diez minutos,
llegamos a la cima del Tantarica. He quedado pasmado ante el inefable panorama.
Imponentes montañas y cautivadores paisajes están bajo nuestros pies, tenemos
la impresión de estar en el techo de la Tierra, sobre una atalaya natural del
planeta desde donde contemplamos las principales entradas y salidas de aquella
región.
Al Norte – abajo en la base de los andes – divisamos
el caserío de El Salitre y gran parte del valle Jequetepeque, así como el valle
formado por el río que baja de San Miguel. Al Oeste apreciamos, cual camarón
plateado, a la represa del Gallito Ciego; al fondo la carretera que,
serpenteante, se dirige al puerto de Pacasmayo.
Al Noroeste, entre copos de nubes blanquísimas,
aparece el Nanrrá, considerado el segundo pico más alto de la región Cajamarca (3,100 metros de altura).
Al Este – en la parte baja – vemos el poblado de Cholol,
y en el Suroeste a la carretera de Trinidad, perderse reptando por una montaña
gigantesca.
El espectáculo maravilloso nos ha inmovilizado
momentáneamente, pero una corriente de aire fresco nos acaricia hasta
relajarnos.
En el cielo combo y azulado resplandece el astro rey
y las águilas continúan vigilándonos. La cumbre es amplia, su tierra es rica y
está regada de piedras largas y planas. Al igual que en todo nuestro recorrido
– desde la base hasta el pico de Tantarica – hallamos algunos pedacitos de
cuarzo por algunos tramos del camino.
En el centro de la cumbre encontramos un hoyo de
metro y medio de diámetro revestido de piedra – tipo chulpa – también profanado.
Nuestros rostros irradian felicidad ¡La grandeza de
nuestros antepasados nos ha fortalecido! Comprendo que la caminata de diez
horas, desde La Mónica a Catán y Tantarica, resulta insignificante ante la inmensa
riqueza espiritual que nos ha proporcionado la visita a este Apu, el Machu
Picchu pre inca olvidado del Perú.
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NOTA: Este
reportaje fue publicado, hace 26 años, en la revista Perú Siglo XXI, edición octubre de 1,995.
Sin embargo nada ha cambiado, las ruinas arqueológicas de Tantarica -como diría
César Vallejo- ay, siguen abandonadas.
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