-CRÓNICA-
Por: Luis Eloy Plasencia Torres
En mayo de1993 viajé-después de mucho tiempo- a mi pueblo, al paraíso
terrenal, al lugar que más amo en el mundo. Momentos antes de partir de Lima
tuve imágenes vivas de mi madrecita, de mis hijos, de mis hermanos, de mi
finado padre, de mis amigos, de mis profesores…
Toda la familia y paisanos se me antojaron sonrientes, amables y
cariñosos.
El sol abrasador, el río bondadoso, el valle rebosante de vida, cubierto
de verdes arrozales. El olor a huertas preñadas de sabrosos mangos, ciruelas,
mameyes y paltas. El incomparable sabor del cebiche de camarones. El canto
tierno de las aves.
El redoble de las campanas domingueras, perdiéndose su llamado angustioso
en el cielo azul y diáfano de mi tierra. Lindos atardeceres, mi primer amor…
tantos recuerdos – como un torbellino – se agolparon en mi ser.
Al ingresar al territorio de mi distrito iba notando algunos cambios,
pero lo que más me impresionó fue la represa de Gallito Ciego, fenómeno
artificial que ha trastocado la geografía y el clima de Tembladera.
Luego de unos minutos de haber pasado por el caserío de Pay Pay divisé a
dicha represa formada por el embalse de las aguas del río Jequetepeque.
Enorme, ondeante, jugueteando coquetamente con los cerros robustos que la
aprietan. No era un espejismo, el panorama inédito a mi vista de inmediato me
cautivó: “contamos con una gran atracción turística. Este lago artificial puede
servir para el deporte acuático y para la piscicultura”, meditaba y, a medida
que avanzaba la combi como una tromba por la carretera asfaltada y
serpenteante, afanosamente busqué con la mirada los caseríos de Montegrande y
Chungal, sin embargo no los hallé.
Llegué a mi destino lleno de nostalgia y me enteré de que la represa,
inaugurada el 21 de febrero de 1988, se había engullido más de 2 mil hectáreas
de tierras agrícolas. Fecundas chacras y agradables huertos de la parte baja de
Tembladera, Las Huacas, Chungal, Montegrande e importantes restos arqueológicos
yacían en el vientre descomunal de ese pequeño mar llamado Gallito Ciego con
más de 15 kilómetros de longitud y 400 millones de metros cúbicos de agua.
Con la construcción de la represa, los pobladores de los caseríos desaparecidos fueron trasladados a los arenales del Cruce de Cajamarca –muy cerca de Pacasmayo, en el departamento de La Libertad – donde recibieron viviendas de material noble y, sólo a los que fueron propietarios de chacras en sus pueblos malogrados, les adjudicaron tierras de cultivo en áreas irrigadas por la represa.
Con la construcción de la represa, los pobladores de los caseríos desaparecidos fueron trasladados a los arenales del Cruce de Cajamarca –muy cerca de Pacasmayo, en el departamento de La Libertad – donde recibieron viviendas de material noble y, sólo a los que fueron propietarios de chacras en sus pueblos malogrados, les adjudicaron tierras de cultivo en áreas irrigadas por la represa.
Pero la mayoría de los campesinos – propietarios solamente de su fuerza
de trabajo – sufren hoy la escasez de trabajo.
Al no hallar a mis paisanos de Chungal y Montegrande, me remonté a los
mejores momentos de mi vida y vi a mis hermanos desterrados en sus casas de
adobes, altas, frescas, con árboles y trinos de parajillos.
Recordé sus calles, caminos, sus chacras cuadriculadas, sembradas de
verdes arrozales y tiernos maizales, flanqueadas por el prodigioso río y por
dulces huertas. Sus escuelas rebosantes de niños bullangueros, sus mercadillos,
sus pequeños estadios al aire libre desprovistos de gras y tribunas, pero
repletos de una multitud amante del fútbol macho y habilidoso.
Y lo que más añoré fueron sus costumbres, el alma festiva y religiosa de
esos pueblos desarraigados, reflejada en las celebraciones de Navidad y del 6
de Enero.
La Navidad de aquellos maravillosos tiempos que deleitó a generaciones
privilegiadas, era festejada con mayor unción y alegría en Montegrande, caserío
que atraía gente de Trinidad, Santa Catalina, Quindén, Chilete, Tembladera,
Chungal y de otros pueblos de la región incluso a paisanos que radicaban en
Cajamarca, Trujillo, Chiclayo, Lima y en ciudades importantes del país.
La festividad arrancaba desde tempranas horas del 24 de diciembre, pero
ni bien anochecía, los habitantes de los diferentes pueblos aledaños nos
alistábamos para la concentración consuetudinaria en la plaza principal de
Montegrande.
En Tembladera la gente se alborotaba con el llamado estridente y peculiar
del ómnibus amplio de don Moncada que nos transportaba al caserío anfitrión.
En casa, mamá emocionada y ansiosa por emprender el viaje, a veces
renegaba porque al momento de vestirnos desaparecía – como por arte de magia –
una media, una correa, un zapato, alguna prenda interior… entonces nosotros
impulsados por sus gritos y por el llamado del ómnibus vocinglero revolvíamos
nuestras escasas pertenencias hasta encontrar la prenda extraviada.
En esa fiesta – Navidad – de trascendencia mundial, recuerdo a la plaza
de armas de Montegrande amplia, polvorienta, sin árboles ni flores. Su
perímetro y diagonales encementados. Era el lugar más iluminado del caserío, a
pesar de que éste carecía del servicio de luz eléctrica. Motores, lámparas a
gasolina o a querosene irradiaban el mágico escenario navideño.
La gente disfrutaba de las celebraciones aglomerada alrededor de la
retreta, girando en grupos por el contorno de la plaza, bebiendo o escuchando
música de rocolas instaladas alrededor de casi todos los quioscos que rodeaban
la plaza y fungían de bares y restaurantes. Chismeando desde puntos
estratégicos todos los pormenores de la fiesta, divirtiéndose en juegos como
tirando pelotas hechas de medias para tumbar tarros vacíos, tratando de meter
aros en botellas de licores y gaseosas, en tarros de conservas, en cajetillas
de cigarros; disparando plumillas con escopetas de miras estropeadas o
comprando rifas amañadas para obtener “premios sorpresas”.
Música, luces, alegría de la gente enfrascada en armoniosa conversación,
hombres ingiriendo bebidas alcohólicas. El zapateo de nuestros mayores al ritmo
de fogosas marineras norteñas, interpretadas por músicos barrigones traídos de
San Pedro de Lloc que comían suculentas viandas y bebían chicha de jora en
exceso.
Amor, sonrisas y jolgorio eran los principales ingredientes de aquellas
inolvidables navidades que disfruté en mi niñez, adolescencia y los primeros
años de mi juventud.
Los jóvenes no cesábamos de perseguir a lindas “chinas”. Quedábamos
embelesados de sus tiernas miradas y de sus sonrisas coquetas, así pasaban las
horas fugaces hasta llegar la media noche en que quemaban vistosos fuegos
artificiales, al compás de clásicas marineras.
Entonces la multitud se detenía alrededor de los castillos formando con
sus cuerpos un cerco amplio para observar con curiosidad infantil cómo la
pólvora – dirigida por el ingenio del hombre – irradiaba vistosas luces
multicolores, hacía piruetas, reventaba, silbaba, ponía en movimiento a círculos
de fuego y, finalmente, impulsaba a la “palomita” que, cual platillo volador,
se perdía en el cielo entre humo y los últimos estertores luminosos de los
gigantescos castillos que morían de pie como los árboles.
Y, de un momento a otro, aparecía la vaca loca echando chispas,
reventando cohetes y arremetiendo contra la gente que, en un santiamén, rompía
el perímetro humano para guarecerse en un lugar seguro.
Luego de la magia de los juegos artificiales, en casi todas las
navidades, a esa hora, empezaba a llover y me daba la sensación de que Dios
lloraba por los niños sin juguetes y por los hogares pobres sin té ni pan.
En esos momentos gran parte de los asistentes – especialmente los adultos
y niños – se retiraban a sus hogares, mientras que la mayoría de jóvenes se
abarrotaban en el mercado del pueblo – convertido, en esa ocasión, en un salón
de baile ubicado frente a la plaza de armas- donde amanecían bailando y
bebiendo al ritmo de orquestas afamadas como los Pakines, Fredy Roland, Los
Destellos y otras agrupaciones musicales.
El 25 de Diciembre era de Tembladera. Por sus calles, desde tempranas
horas, grupos de bellas pastoras ataviadas como campesinas cajamarquinas
bailaban y entonaban villancicos cuya música y ritmo del festivo folklore
departamental y su letra creada por la vena poética del pueblo constituían un
excelente aperitivo de tan importante fiesta.
En su amplio recorrido se detenían frente a las casas de ciudadanos
respetables para cantarles loas y recibir de éstos refrescos, chicha de jora o
pequeños aportes económicos para los festejos del próximo año.
Tenían como acompañante inseparable a un inquieto personaje que ocultaba
su identidad tras una máscara diabólica, cabalgaba en un palo de escoba y utilizaba un chicote largo con el que espantaba
a la multitud que seguía a las pastorcitas hasta los principales nacimientos de
la ciudad, donde adoraban al niño Jesús y, posteriormente, concursaban para que
un jurado exigente elija, entre ellas, a
la mejor banda pastoril.
Participaban varias bandas pastoriles entre las que destacaron por muchos
años las pastoras de doña Fauriciana, de las Ñascos, de doña Rosa Loje, de don
Guillermo, entre otras.
En la noche muchas familias concurrían a la iglesia para oír misa, luego
se reunían en sus hogares “porque la navidad es de los niños”, aunque daba la
impresión que era de los mayores porque en diferentes puntos del pueblo
resonaban las jaranas y abundaban borrachos que incluso protagonizaban riñas y
escándalos en ese día signado, paradójicamente, como una fecha de paz y amor.
En el 6 de Enero los festejos mayores se llevaban a cabo en Chungal,
caserío ubicado a corta distancia de Tembladera. Allí se escenificaba con gran
realismo la llegada de los suntuosos Reyes Magos a Jerusalén para anunciar el
nacimiento del niño Jesús.
Evoco claramente que, en mi niñez, vi a mi extinto tío Gonzalo actuar
como rey Herodes – vestido a lo romano con capa roja que le llegaba hasta los
tobillos y con una corona dorada reluciente que había transformado su rostro.
Colérico, arrogante, autoritario – encarnando magistralmente a su
personaje – restregó en el suelo su espada de acero que despedía chispas y
gritó: “Busquen al niño Jesús y mátenlo, porque no hay más rey que Herodes
sobre la tierra!” Actuaba en plena calle y con su filosa espada mantenía en
raya a la multitud que aturdida le observaba.
En otro escenario los tres Reyes Magos montados en briosos caballos,
enjaezados a la usanza de aquellos tiempos bíblicos, buscaban el pesebre del
niño Jesús para adorarlo. Una multitud los seguía enfervorizada.
Como parte de la festividad del 6 de Enero, actuaba además “El Chacha” –
llamado también “Loco Sixto” –, personaje pintoresco que aparecía al atardecer
entre los cerros aledaños al poblado, montado en su burro alto y chiflado como él.
Vestía ropa vieja, calzaba botas de jebe y portaba un fusil de madera a
la bandolera que le daba un aire de guerrero ido. Con el “arma” correteaba a la
tropa de niños que le tiraban piedras o jalaban el pelo de su pollino. Llevaba
sombrero de campesino debajo del cual destacaba su rostro embadurnado de betún
negro en el que resaltaban sus ojos dementes y su boca azambada de blanca y
amplia sonrisa.
“El Chacha”, era muy ocurrente e ingenioso. Recurría incluso a las bromas
groseras con tal de hacer reír a la multitud que le observaba con una mezcla
rara de curiosidad, cariño y repulsa.
Sobre el apero de su acémila cruzaba una enorme alforja repleta de
“mercancías” y ni bien llegaba a la plaza ofertaba a viva voz boñigas de burro
y vaca como si fueran “bizcochos”, lagartijas e iguanas como “pescado para el
cebiche”, astillas de sauce como “canela fina”, arena como “azuquitar pal
café”, tierra fina y colorada como “cocoa Winter contra la impotencia”…
Una vez quiso rematar una culebra de cerro como si fuese “látigo para
corregir a los niños malcriados” y ni bien dijo esas palabras, agitando en el
aire el largo y delgado reptil, hubo un desbande masivo de chiquillos.
Luego de permanecer algunas horas en la plaza, se apartaba de la gente a
grandes trancos para correr y montar – al vuelo – a “Mocho” su burro blanco,
fuerte, erguido y con una sola oreja en movimiento constante porque la otra la
había perdido en una pelea de “faldas”, según explicaba su amo.
La gente le perseguía para reír con sus chistes y de los apodos que
repartía a diestra y siniestra muchos de los cuales se pegaban en sus
seguidores como sellos indelebles hasta su muerte.
“El Chacha” no respetaba ni a los Reyes Magos cuando se le prendía la
certera chispa humorística.
De rato en rato se apeaba del asno con movimientos simiescos para
corretear a sus seguidores con su fusil o “tomar fotografías” a las parejas de
enamorados dirigiendo la parte trasera de su burro hacia ellas y levantando la
cola del animal como si fuera cámara fotográfica, causando gracia en el público
que reía a mandíbula batiente con las
ocurrencias de tan extravagante personaje. Cuando moría la tarde, “El Chacha”
se perdía entre los cerros, galopando sobre el “Mocho” y los niños sentíamos una
desazón porque no lo volveríamos a ver hasta el próximo año.
Chachaaaaaaaaaaaaaaaaaaa,Chachaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, Chachaaaaaaa, le
llamábamos los niños para que regrese. Él regresó todos los 6 de Enero de cada
año para condimentar la fiesta de los Reyes Magos, hasta que Chungal sucumbió
con la represa Gallito Ciego.
Aquel viaje a mi tierra natal me llenó de nostalgia, por los amigos y los
pueblos desaparecidos.
Pero también me trasmitió gran esperanza al ver surgir nuevas
generaciones de profesionales y al comprobar que las canteras de piedra caliza
de Tembladera aún se conservan incólumes y robustas pese a los arañones que les
ha significado más de medio siglo de explotación. Además gran parte del
patrimonio arqueológico que hemos heredado de nuestros ancestros aún se puede
reconstruir.
Esas riquezas, junto a la
impresionante represa del Gallito Ciego, constituyen un gran potencial que los
tembladerinos debemos explotar para labrar el progreso de nuestro amado pueblo.
(Publicado en la revista limeña “IMPACTO”, edición Mayo 1993)
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