Es una aldea perdida en
la geografía de Bolivia y está hoy en el centro de las ilusiones y utopías de
la revolución en América Latina porque precisamente allí murió un hombre y
nació un mito: el del Che Guevara.
El poblado campesino
de casas miserables de adobe y paja se llena de turistas y peregrinos que
recorren el último lugar del mundo que vio con vida al guerrillero
argentino-cubano, al sitio que se llevó su último pensamiento y su última
mirada. Así ocurre a inicios de octubre, cada año.
Es un caserío de
apenas 50 almas, una especie de valle rodeado de montañas de vegetación espesa,
pero hace 46 años se convirtió en uno de los lugares de referencia para la
izquierda latinoamericana, en el núcleo pospuesto de la revolución continental.
Hoy, casi medio siglo
después de aquellos hechos, de que las balas y los ideales del Che removieran
la dictadura de René Barrientos y a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de
Estados Unidos, los habitantes de La Higuera han creado una especie de culto
profano a la imagen del guerrillero, al que consideran un santo y le ruegan por
milagros, le ofrecen flores y le encienden velas.
Delegaciones de Cuba y
Argentina, entre ellas el hermano menor de Guevara, Juan Martín, acudirán al
poblado para realizar un acto de recordación, al cumplirse 46 años del
asesinato en una vieja escuelita que todavía se conserva como sitio de culto.
Muchos de los
pobladores de La Higuera recuerdan aquel día de 1967, y algunos hasta cobran
por contar la historia, pero todos son conscientes de que desde aquel 9 de
octubre, nada volvió a ser igual en ese caserío al sureste de Bolivia.
Julia Cortez, una
maestra jubilada, dice que ella fue la última en ofrecerle un plato de comida
al Che, una sopa de maní, y cómo él le reprochó que siendo maestra, hubiera
escrito ángulo sin tilde en el pizarrón de la escuela.
Algunos cuentan cómo
al caer la tarde, unas ráfagas estremecieron la noche y entonces entendieron
que el preso de la escuelita había sido asesinado.
El verdugo de Guevara,
el ex sargento boliviano Mario Terán, relató a su ministro del Interior,
Antonio Arguedas, cuáles fueron las últimas palabras del Guerrillero. Dijo a su
captor: ¡Serénese y apunte bien! ¡Va usted a matar a un hombre!
Terán contó que quedó
estremecido por esas palabras, dio un paso atrás, hacia el umbral de la puerta,
cerró los ojos y disparó la primera ráfaga.
(Con información de Prensa Latina)
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