Por Nelson Manrique*
Al fundarse la República, el propósito inicial de los libertadores fue constituir una comunidad nacional que integrara a los indígenas a la ciudadanía. Con esa intención, el general José de San Martín decretó que se sustituyera el apelativo
de “indio” por el de “peruano”. Pero la posición social de los criollos, que impulsaban la independencia de América Latina con relación a los indios, planteaba problemas complejos. En su famosa Carta de Jamaica (1815), el general Simón Bolívar señaló de manera descarnada el conflicto:
“(los criollos) no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado».
Los criollos peruanos que rompieron con España no estaban interesados en destruir las estructuras coloniales de dominación sino que pensaban en usufructuarlas en su propio beneficio.
La Independencia fue una revolución política -pasar de Virreinato a República- pero no una revolución social. Apenas cinco años después de proclamada la Independencia se restituyeron algunas de las instituciones coloniales que más firmemente mantenían la exclusión de la población indígena: el cobro del tributo indígena y el trabajo obligatorio gratuito de los indios para el Estado y las municipalidades. Es hondamente significativo que a lo largo del siglo XIX los indígenas llamaran “República” a esta obligación.
En un sentido, la condición social de los indígenas empeoró con la República. La supresión de los títulos nobiliarios que decretó Bolívar terminó de liquidar los liderazgos étnicos indígenas, los curacazgos y la estructura de poder a través de la cual los indios se articulaban con la sociedad mayor. Desaparecida la nobleza indígena, la condición social de “indio” terminó equiparándose con la de “pobre”, y los indios terminaron relegados a lo más bajo de la estructura social.
Los libertadores soñaban con una República de pequeños propietarios independientes y la comunidad de indígenas aparecía como una traba para conseguir este objetivo, por lo que se la despojó de reconocimiento legal. Pero esto no favoreció la expansión de la pequeña propiedad, sino que se abrió el camino a las sucesivas ofensivas terratenientes que a lo largo del siglo XIX, y principios del XX, despojaron a las comunidades campesinas de sus territorios, arrinconándolas a las peores tierras.
La precariedad institucional del orden recién fundado permitió la afirmación del gamonalismo que, a decir de José Carlos Mariátegui, representó toda una estructura social. El gamonalismo se constituyó en la valla fundamental para el desarrollo del agro serrano y en la institución que más tenazmente se opuso a la integración del indio, no sólo a cualquier proyecto de desarrollo, sino al ejercicio de cualquier derecho. De allí que la educación se constituyera en una reivindicación fundamental para los campesinos y que ésta fuera ferozmente resistida por los gamonales. La oligarquía organizó su poder sobre la base de la exclusión de los indígenas de la ciudadanía, utilizando como justificación el racismo antiindígena colonial. El racismo “naturalizó” el orden social, sustentándolo en la biología y en las “eternas” leyes de la Naturaleza, presentándolo así como inmutable. De esta manera, el carácter estamental de la sociedad peruana, en la que cada quien debe “mantenerse en su lugar”, excluyendo la movilidad social como una opción legítima, aparecía como el resultado de leyes científicas y no de un orden social históricamente construido.
Los indios carecieron de reconocimiento legal durante la primera centuria de vida republicana. Eran considerados, a lo más, como una especie de peruanos en potencia, protoperuanos; individuos que eventualmente podrían llegar a ser ciudadanos previa “redención”, pero que de por sí no eran miembros de la nación. De allí que el problema nacional terminara confundiéndose con el «problema del indio» y una cuestión fundamental tratara sobre cómo “integrar al indio a la nación”. Incorporarlo era sinónimo de “civilizarlo” u “occidentalizarlo”, sacarlo del estado de barbarie, o no-cultura, en el que vivía. Quedaba pues descartado que los indígenas pudieran aportar algo estimable a un proyecto de desarrollo nacional.
Esto planteaba una irónica paradoja. En la época de la Independencia se consideraba que los indios constituían más de la novena parte de la población peruana, pero estaban excluidos de la ciudadanía. Así, la soberanía popular quedaba depositada en manos de menos del 10% de “peruanos”: la fracción criolla y mestiza que se sentía la encarnación de la nación. El resultado inevitable fue la existencia de una profunda brecha entre el Estado y la sociedad.
La exclusión de los indios se justificaba argumentando su supuesta incapacidad “natural” para convertirse en sujetos políticos, legalmente responsables. La inferioridad de los indios se atribuía en unos casos a su ignorancia y en otros a la degeneración biológica inducida por la servidumbre, el cocainismo y el alcohol. El filósofo Alejandro Octavio Deustua (Generación del 900) expuso claramente la perspectiva oligárquica cuando afirmó que el indio no era ni podía ser más que una máquina, y que no debía desperdiciarse el dinero del Estado en tratar de educarlo.
El racismo antiindígena es una de las herencias oligárquicas que con mayor fuerza ha bloqueado los intentos de construir un orden moderno en el Perú. La democracia no puede existir allí donde no se reconoce la existencia de una común sustancia humana. La existencia de ciudadanos “de primera” y “de segunda” es la consecuencia necesaria de la convicción, racista, de que existen humanos “de primera” y “de segunda”.
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